Comentario
El Vaticano está en Roma, en Italia, y lo habitan casi exclusivamente italianos. Y aunque el Papa, los cardenales y los miembros de la Curia romana mantenían unas preocupaciones e intereses supranacionales, no cabe duda de que sus sentimientos seguían siendo italianos.Este era uno de los motivos de los esfuerzos vaticanos por conseguir que Italia no entrase en guerra. Otro, muy importante, consistía en la situación en que quedaba la Ciudad del Vaticano, dependiente en todo de Roma, que la rodea completamente.Con la creciente penetración del Ejército alemán en Francia, la cuestión del ingreso de Italia en la guerra se convirtió en la incógnita que preocupaba más al Vaticano. Pío XII trabajó sistemáticamente para que Italia no entrase en guerra, enviando emisarios a Mussolini y consiguiendo que el nuncio se entrevistase frecuentemente con Ciano sobre este tema.A lo largo del conflicto, el Vaticano, aunque fuese nominalmente un Estado soberano, se encontró con que estaba supeditado en todo al Estado italiano. Este, en cualquier momento, podía bloquear el suministro de víveres, el agua y la energía eléctrica.Vivían en el Vaticano 970 personas, de las cuales más de cien eran diplomáticos y sus familias. Estos podían servirse del correo vaticano y enviar a sus Gobiernos, una vez a la semana, un número determinado de palabras mediante la Transmitente de onda corta vaticana. En 1943, apenas ocupan Roma las tropas nazis, pusieron al Vaticano en cuarentena, imponiendo una fuerte censura a su radio y su periódico.Pío XII luchó incansablemente por conseguir la declaración de Roma como ciudad abierta, dado su carácter sagrado y la imposibilidad de distinguir Roma, capital de Italia, de Roma, Ciudad del Vaticano. Estos argumentos no impresionaron a los ingleses desde el momento en que supieron que aviones italianos colaboraban en el bombardeo de Londres y Grecia.Con el ingreso de Italia en la guerra, la posición de gran prestigio mantenida por el Papado a los ojos del mundo declinó en parte. Aunque el Papa y el Vaticano permanecieron silenciosos, la mayoría del episcopado y del clero italiano apoyaron sin reservas a Mussolini.Los países aliados distinguían con dificultad entre el clero italiano de Italia y el clero italiano del Vaticano. Por este motivo, y a pesar de las protestas vaticanas, Inglaterra pidió la retirada de los diplomáticos italianos al servicio del Vaticano de todos aquellos países -sobre todo africanos y asiáticos- donde dominaban los aliados.La diplomacia pontificia actuó incansablemente durante 1939 y 1940, hasta que también Italia participó en la guerra. Después su acción tuvo menos posibilidades, pero, ciertamente, no dejó de moverse en favor de una paz cada vez más imposible, menos aceptada por las diversas partes.Así ocurrió en junio de 1940, cuando el delegado apostólico en Londres pidió, en nombre del Papa, que Inglaterra estudiase la oferta de paz realizada por Hitler en su discurso ante el Reichstag. Días más tarde Inglaterra la rechazaba.Con igual éxito, el Papa intentó en diversas ocasiones favorecer conversaciones que desembocasen en una tregua, por ejemplo durante las Navidades de 1939 y las siguientes, en las que pidió a los países beligerantes una tregua navideña. Las respuestas de los Gobiernos fueron siempre negativas.Entre estos contactos no se encontraba Rusia, que en ningún momento quiso relacionarse con la Santa Sede. Pero, de la noche a la mañana, pareció cambiar la situación.Stalin llegó a decir al sacerdote polaco-americano Stanislao Orlemanski que quería colaborar con el Papa contra la persecución organizada en Alemania contra la Iglesia católica, añadiendo que se consideraba un paladín de la libertad de conciencia y de religión. Se creó en Moscú un departamento de Asuntos Eclesiásticos con la finalidad de organizar relaciones amistosas entre el Gobierno y las confesiones.En aquel momento terrible, con los alemanes a las puertas de Moscú, los soviéticos buscaban a cualquiera que les pudiese ayudar. Sus autoridades militares permitieron a las fuerzas armadas polacas tener capellanes militares, para lo cual liberaron a unos cincuenta sacerdotes polacos que se encontraban en campos de concentración.El Vaticano, con la perspectiva que le daba el no ser beligerante y el tener fieles en ambos bandos, no creyó en tal cambio, aunque no se cerró a posibles relaciones que, de hecho, no se dieron.Mientras tanto, Roosevelt decidió enviar un representante personal al Vaticano a fin de que los esfuerzos comunes paralelos por la paz y el alivio de los sufrimientos pudieran mantenerse juntos.La Iglesia americana, dirigida por la personalidad del cardenal Spellman, gran amigo de Pío XII, comenzó a jugar un papel importante, tanto en su país como en el resto del mundo, gracias a su ayuda económica, y el presidente quiso romper de esta manera personal e indirecta el rechazo de los protestantes a que Estados Unidos mantuviera relaciones diplomáticas con la Santa Sede.El establecimiento de relaciones diplomáticas, en plena guerra, con Japón, sentó muy mal a los aliados, quienes afirmaban que se podía haber esperado a terminar la guerra.El 2 de abril de 1942 se dio la noticia, con vivo disgusto de los japoneses, de que Chiang Kai-chek había obtenido el beneplácito para enviar un representante al Vaticano. Un mes más tarde Japón preguntaba si la Santa Sede estaría dispuesta a aceptar también un representante del Gobierno de Nankín, reconocido por quince Estados.La Secretaría de Estado contestó que la Santa Sede se abstenía de cualquier acto que significase un reconocimiento de situaciones creadas por las alternativas de la guerra, entre tanto no fueran reconocidas formalmente por los tratados de paz o por los organismos internacionales previamente existentes.Con motivo de la invasión de Bélgica, Holanda y Luxemburgo, en mayo de 1940, Pío XII envió al rey Leopoldo III el siguiente telegrama: "En el momento en que, por segunda vez, contra su voluntad y su derecho, el pueblo belga ve su territorio sometido a la crueldad de la guerra, profundamente conmovidos enviamos a Vuestra Majestad y a toda esa nación, tan profundamente amada, la seguridad de nuestro paternal afecto. Y rogando a Dios Omnipotente para que esta dura prueba termine con la restauración de la plena libertad y de la independencia de Bélgica, impartimos de corazón a Vuestra Majestad y a su pueblo nuestra bendición".Pocos días antes, durante la invasión de Noruega, escribió L'Osservatore Romano: "La conducta de Haakon VII y del Gobierno noruego es la conducta de los hombres de honor. El primer deber de los gobernantes es la dignidad y la conciencia de la responsabilidad frente al propio pueblo. Un país atacado se defiende. Se defiende como puede, y el sacrificio en defensa del suelo de la patria no es inútil aunque sea ineficaz".Fueron particularmente activos los representantes pontificios en Eslovaquia, Hungría, Rumania, Croacia, Francia e Italia, donde pidieron repetidamente la atenuación de la legislación antisemita. La Santa Sede empleó también enormes sumas de dinero, de origen americano en su mayor parte, para ayudar a los no arios a emigrar. La diplomacia vaticana desplegó su arte para que los diversos países acogieran a estos emigrantes.Esta actividad seguía disgustando o dejando indiferentes a los diversos Gobiernos, según las circunstancias. Tal como había sucedido en el acto de ocupación de Polonia, las potencias occidentales consideraron inadecuados los telegramas de Pío XII a los reyes de Bélgica, Holanda y Luxemburgo.El 13 de mayo, el embajador francés Charles-Roux dijo a monseñor Tardini que una cosa era expresar a las víctimas de la agresión la propia solicitud, y otra denunciar al agresor. Por tanto, pidió la condena oficial de Alemania.Tardini respondió: "Quien sabe leer encuentra en aquellos telegramas cuanto desea el embajador". Es decir, la postura del Vaticano ante los diversos acontecimientos era clara, pero el tono de esta postura no correspondía lógicamente al de los Estados que buscaban la derrota del otro, sino a una instancia que deseaba una paz duradera y aceptable por todos. Y este tono disgustaba a unos y otros, según las ocasiones.En septiembre de 1942, el enviado americano, Myron Taylor, presentó a Pío XII un memorándum en el que explicaba la decisión americana de no acabar la guerra hasta que el nazismo y el fascismo quedasen aniquilados. Daba a entender que no estaban dispuestos a aceptar una paz que permitiese a los alemanes quedarse con sus conquistas.Esto se debía, en parte, a la propuesta de Von Papen, embajador alemán en Ankara, al nuncio Roncalli, sobre la posibilidad de acogerse a los famosos cinco puntos contenidos en el mensaje navideño de 1939 para una paz justa. Propuso que el Vaticano los mencionase de nuevo y efectuase sondeos en los Gobiernos aliados.Pío XII, a lo largo de los años de la guerra, buscó no desaprovechar ocasión de intervenir en favor de la paz y evitar todo lo que pudiera hacer imposibles o estériles sus esfuerzos pacificadores. Lo primero no tuvo éxito y lo segundo motivó numerosas críticas por no haber protestado suficientemente ante las injusticias.Algunos añadieron también la acusación expresada por Friedlander de la siguiente manera: "El Papa tuvo por Alemania una predilección no atenuada por el nazismo; temía una bolchevización de Europa más que cualquier otra cosa, y parece que esperaba que la Alemania de Hitler, eventualmente reconciliado con los anglosajones, fuese escudo principal contra todo avance de la URSS hacia el Oeste".La verdad es que esta tesis, no avalada por ningún documento, no parece digna de crédito. Desde luego, el Papa, como la mayoría de los católicos, tenía una opinión absolutamente negativa sobre la política y el ateísmo de los rusos. Pero está probado que no fue la Santa Sede, sino Rusia, la que se negó a aceptar los intentos del Vaticano de llegar a un modus vivendi.Además, a pesar de los deseos e insistencias de Hitler y Mussolini para que considerase su invasión como una cruzada anti-bolchevique, el Papa no consintió y el Vaticano guardó un silencio absoluto sobre el particular.Es verdad también que intentó por todos los medios evitar un conflicto con Alemania. "Somos conscientes -escribió al cardenal Bertram- de no haber tenido para nadie -en nuestra actitud durante la guerra- tantos miramientos como para el pueblo alemán, precisamente a causa de la tensión religiosa en que vivís".No se debieron sus silencios a un afecto particular, sino al convencimiento de que sus palabras podían acarrear males sin cuento a los católicos alemanes. A finales de 1940 el mismo cardenal, arzobispo de Breslau, se quejó de que las acusaciones nazis contra la hostilidad vaticana en relación a Alemania provocasen cargos de conciencia entre muchos jóvenes católicos alemanes, y exhortó al Vaticano a que hiciese una declaración de estricta imparcialidad."No creo que hoy -dice Juan María Laboa, autor de este artículo-, conociendo como conocemos los documentos, las motivaciones y las actividades de los representantes pontificios, podamos aceptar sin más ese juicio. Más aún, creo que resulta abiertamente injusto. De todas maneras, tenemos que tener en cuenta los siguientes puntos:- Se trata de una sociedad cimentada en diversos pueblos que estaban en lucha entre sí, es decir, sus miembros tenían intereses contrapuestos. Y sus jerarquías defendían con argumentos válidos las actuaciones de sus Gobiernos, cuyas motivaciones hay que buscarlas también en la injusticia de la Paz de Versalles.-El Vaticano era un Estado soberano y supranacional, pero, de hecho, compuesto por italianos. Así se explica, por una parte, que Pío XII y el Vaticano no hablen de la invasión alemana a Rusia y, por otra, que un secretario de la Congregación de Asuntos Extraordinarios -Constantini- pueda hablar con entusiasmo de esta intervención y del papel de los soldados italianos en la victoria sobre el marxismo.- El lenguaje barroco, etéreo, propio de la mayoría de los documentos pontificios, resulta incomprensible e incluso inaceptable para el hombre de nuestro tiempo, más concreto y comprometido. Lo que dicen es válido y valioso. Pero los términos, a menudo, incomprensibles.- Creo que no se puede decir con verdad que Pío XII no defendió en sus mensajes y en sus actuaciones la justicia y el derecho de los pueblos; pero no cabe duda de que el objetivo primario fue la defensa de los derechos de la Iglesia y de los católicos.- Pío XII defendió la paz por encima de todo, y este intento chocaba con el objetivo de las naciones beligerantes que defendían la victoria. Cuando el Papa afirmaba "nada se pierde con la paz y todo puede perderse con la guerra", contradecía, de hecho, los intereses de muchos países que, más tarde, le acusaron de no hablar suficientemente claro.